23.4.07

El silencio incómodo

Detestamos el silencio como detestamos muchas veces la imagen que nos devuelve el espejo. Puede hacerse más espeso que los perfumes de un burdel de carretera; más incluso que el humo de un club de jazz. Y nos incomoda. No sabemos cómo manejarnos en medio de él. Cuando su presencia se hace patente subimos el volumen de la radio, removemos nuestra memoria y nuestro teléfono móvil en busca de alguien con quien charlar –no importa el tema- o silbamos cualquier melodía. Lo importante es alejarlo. El pensar en un silencio creativo, en un silencio terapéutico, en uno reparador o en uno relajante es algo inconcebible para la mayoría de nosotros. El dinamismo extremo en el que nos desenvolvemos nos ha vuelto sordos, impidiéndonos escuchar las riquísimas músicas plagadas de matices que cada uno de ellos encierran; ni las múltiples historias que pueden traernos desde nuestro inconsciente.

Si el silencio nos parece insoportable en soledad, cuando aparece en presencia de otras personas se vuelve asfixiante, convirtiendo la atmósfera de un ascensor en irrespirable. Miramos y remiramos la placa de los botones, leemos el minúsculo cartel en el que se detallan los pesos admitidos y las revisiones realizadas por Industria. Y una sensación próxima a la claustrofobia nos oprime: la incomodidad. Para entonces alguno emprende una estúpida y anodina conversación sobre el tiempo, sobre el exceso de lluvia o la falta de ella, sobre lo extraño de las condiciones –sean las que sean- para la época del año. Tenemos en el tiempo algo suficientemente neutro como para no involucrarnos en absoluto.

Las parcelas de quietud casi han desaparecido de nuestras vidas. Pero cuando ya todo parece perdido recordamos que hay alguien, generalmente un buen amigo con quien el conocimiento mutuo alcanza el suficiente nivel como para que las palabras sobren. Alguien con quien podemos disfrutar, el uno junto al otro, callados, de la placidez del mar, de la tranquilidad de un atardecer o de la sonora ciudad. Y esa certeza nos devuelve parte de la lucidez que las bocinas, las máquinas de obras públicas y alguna suegra nos habían quitado.

3 Experimentos:

Toy folloso dijo...

En el ascensor suelo comportarme como todo el mundo, menos algunas veces que me ha dado por contar algun infalible y "grueso" chiste, -y también brevísimo, claro-.
Y la gente, ¡es que no se les mueve ni un músculo del careto!.
Sin duda, retratas perfectamente el rollo claustrofóbico que da el ascensor.
Bienvenido!

L_Y_R dijo...

... y... ni que me hubieras visto anoche compartiendo con una de esas personas en las que se llenan los silencios...

Joan Torres dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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