"Mis hijas no han visto nunca (ni ganas) una corrida de toros: pa lo que había que ver... Pero su padre les contará, babeando de orgullo y emoción, que una tarde en Linares, en el 60º aniversario de la muerte de Manolete, parece que fue ayer, y minutos antes del torniquete de corbatín que no impidió que regara la arena con su sangre, le brindó un toro José Tomás, esta vez, sí, de purísima y oro.
La historia viene de lejos: hasta el abajo firmante, en el dorado ocaso de Curro y Antoñete, estaba a punto de pedir el carné de miembro de la sociedad protectora de animales, cuando empezó su vida pública José Tomás. Como tantos otros que, después de 20 años, o de 60, ayer, en Linares, han vuelto a las plazas para respirar ese perfume de verdad, de misterio y de leyenda que solo él encarna a manos llenas. Nadie que uno haya seguido respeta tanto al toro y a sí mismo hasta el punto de no concederse la más mínima ventaja. Nadie. Su terreno es el del toro. Lo he paladeado en sus cuatro etapas: al principio, la revelación; antes de retirarse, la duda; retirado ya, la tortura interna, la reflexión y, por fin, en su gloriosa y apasionada vuelta, la insobornable madurez, la confirmación cabal de la leyenda. Lo he aplaudido, he sufrido y gozado con él, de qué manera, en Barcelona, Madrid, Lima, El Puerto, Almería, Linares, etcétera. Estuve en la Monumental, del brazo de Serrat, soportando en trance la kale borroka antitaurina la tarde de su ruidosa reaparición. Incluso alguna vez, hace un lustro, me sorprendí a mí mismo en un tendido de Las Ventas peleándome a gritos -sí, como un energúmeno, ¿pasa algo?- con los inevitables antitomistas (los maniqueos, ¿recuerdan?). He disfrutado de su palabra, tan sabia como escasa, de su inquietante mirada y de su noble amistad estos años de ausencia de los ruedos y puedo asegurarles que si, como decía el clásico, se torea como se es, no hay mejor paradigma que Tomás. ¡Qué falta hacía! Como es carne de copla y de soneto he escrito mucho sobre su arte, pero siempre se queda uno tan corto... ¿Cómo estar a la altura de la sangre? Empecé a sospechar cuando me hizo saber por terceros, con exquisita discreción, que quería invitarme a Linares. En el viaje de ida corneaban isleros mi barriga. Hotel Cervantes. Dos entradas de barrera. Como en una postal sepia me acordé de mi padre, con quien iba de niño a la feria de san Agustín. Mesa camilla y pantalones cortos. Sabía, eso sí, que haría el paseo de purísima y oro. No como Manolete, que fue de palo rosa, sino como la licencia cromática que me permití en una canción que ayer acabó de unirnos para siempre.
Tendido 2. Bordados de capote en la barrera. Allá se vino con esa solemne naturalidad marca de la casa que atesora como un sacerdote que oficiara un rito pagano y olvidado. Yo me desmonteré también, temblando (pedazo de panamá, oiga). No diré lo que dijo en el brindis. Eso queda para mí. Pero supe lo que se siente con una montera húmeda en la mano cuando el torero, mi torero, se inmola en el culto sagrado de la vergüenza torera, la pasión y la sangre. También sé que no podré explicarlo. Me haría falta la pluma de Joaquín Vidal con ese tono tan suyo de moderno revistero antiguo. Luego la enfermería, la del cloroformo, la de Manolete, y después los teléfonos ardiendo en el hospital ya de vuelta a Madrid, con una luna como de albero, más redonda y más naranja que nunca, porque toco mañana en Illescas, y con Vinatero (así se llamaba el de Núñez del Cuvillo) esta vez en la barriga y estatuarios en el alma, sintiéndome, perdonen la arrogancia, casi culpable. Cúchares me dispense pero no puedo dejar de pensar que, no tan inconscientemente, el de Galapagar hizo lo posible y hasta lo imposible, porque el toro se las traía y miraba y avisaba, para estar en la misma camilla, en el mismo gajo de terreno, en el mismo purgatorio con azogue del espejo en que se mira: Manuel Rodríguez Manolete. ¿Se trata de un loco? Nada más lejos. Se trata, sobre todo, de un hombre, de un torero, de un artista, con un orgullo que no deja sitio a la vanidad, de corazón caliente y sangre fría con creces derramada. De poetas, no de paparazzis, de telediarios, de informes semanales, no de inmundos tomates. Bendito sea. Más místico que épico. Más heterodoxo que académico, con más duende, más único que nadie. En tiempos de emociones tan triviales, tan de usar y tirar, la mano izquierda de Tomás redime. Que se lo pregunten a Vicente Amigo, a Jorge Sanz, a José Ramón de la Morena y a tantos otros, incluido el sublime Morante de la Puebla, que ayer lo vio, estupefacto, como yo. A estas alturas de cantantes todo a cien, poetas muertos y controles antidoping, me queda una sola adicción y la más grave: se llama José Tomás y, como cura de todo, no tengo intenciones de curarme. Gracias, amigo. Salud, maestro. Cuídate lo justo."
(Joaquín Sabina. Desde el tendido 2)
7 Experimentos:
Pues mire, aquí desvelaré un secreto hoy por hoy inconfesable: soy rendida admiradora de José Tomás, aficionada y enseñada en Las Ventas, sectaria en cuanto a Joaquín Sabina...
Sólo AMÉN.
Un beso sin cuernos, oiga.
Me gusta Sabina.
Pero en cuestión de toros no.
Quede dicho.
Mucha gente acude a una plaza de toros por el transfondo patriótico, ancestral y folclórico, donde el sufrimiento del toro permanece en un segundo plano.
Me gusta Sabina como artista. Me emociona su poesía, hecha con sangre. Pero derramar la sangre de un animal, hacerle sangrar hasta la muerte -perdóneme, maestro- no es poesía.
Fuera de mí discutir sobre determinados temas, los antitaurinos tienen tanta razón como yo.
Pero cuando voy a la plaza, ni trasfondo patriótico, ni ancestral ni folklórica... es emoción.
Ya... que no se entiende.
Bueno...
Hay que decir que en cuestión de arte hay verdades impepinables, y que José Tomás es un fenómeno en el coso y en la vida es una de ellas.
Orgullo que no deja sitio a la vanidad.
Así es.
Dejando de lado la eterna polémica de taurino-versus-antitaurino, este texto de Sabina está muy bien.
Creo que José Tomás es un torero hecho hombre y no al contrario, no lo he visto torear pero me gustaría.
C.A. Makkkafu
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