El cansancio.

Nos suspende moles de granito de los pies, abrigos de cemento sobre los hombros, densas visiones en cada párpado y esas nubes que preceden a la tormenta en el alma.

Es caprichoso, manejándonos a su antojo; egoísta, al reclamar para sí toda nuestra atención. Es constante y pertinaz.

A veces, al final del día, cuando nos quedan imperceptibles restos de júbilo en la voz, como un parásito privado de consciencia se adueña, una por una, de nuestras vértebras; las desmenuza y nos derrota. Y las palabras se oscurecen, la paciencia se amotina y desprendemos diminutas partículas de hastío.

Pero siempre nos queda el consuelo de saberlo doblegado algunas mañanas, tras amortajarnos toda la noche con la cálida piel de la amada.